Nunca me atreví a
decir esto porque siempre sentí que al menos el problema del físico era un tema
que para los demás era superable. La respuesta ante confesar que tenía kilos
demás, que me costaba mirarme al espejo o que sentía que con nada me veía bien,
era y sigue siendo siempre la misma: haz ejercicio, come más sano, proponte
metas. Un error, pienso hoy, porque no había nada peor que darse cuenta que tal
vez el problema eras tú respecto a tu cuerpo y que en realidad estaba sufriendo
porque yo misma no me había cuidado o simplemente no había una voluntad detrás
que me dijera: vamos a adelgazar. Y pues, tras mucho reflexionar, me di cuenta
de que no importa cuánto tiempo podía estar haciendo dieta o yendo al gimnasio.
Era verdad que mi vida se alivianaba, me sentía con más energía e incluso dormía
súper bien. El problema surgía cuando me daba cuenta de que, aunque el número
en la pesa iba descendiendo, yo me seguía sintiendo gorda. Aunque la ropa que
antes me quedaba más apretada, ahora me quedase suelta, esa especie de trauma
que tenía con mi cuerpo simplemente no desaparecía y noté que el problema era
mucho más complicado de lo que yo pensaba, y obviamente el resto pensaba.
Escuchar que estaba más delgada no me provocaba nada más que dudar de mí misma
y cuestionarme si realmente eso era lo que necesitaba.
Entonces, decidí
atreverme a escribir esto porque es momento de decir: chiquillas, yo también
sufro problemas de inseguridad, pero con mi cuerpo.
Hoy a mis veinte, me
di cuenta de que había una razón para no quererme aun viéndome más delgada que
antes. Reconocerlo igual me aterró primero porque uno no espera que así sea. De
hecho, sorprende darte cuenta de que la persona que más debiese apoyarte en
realidad no fue más que el motivo de tus trancas a nivel físico y psicológico:
mi mamá. Cuando chica siempre me dijo y repitió constantemente que estaba
gorda. Lo más triste de esto era que cuando comencé a repetirme que mi cuerpo
era feo porque era más grande que el de mis compañeras o demás niñas era en
verdad demasiado pendeja y pensarlo me resulta igual súper doloroso. Principalmente
porque no era solo mi mamá quien me lo decía en mi casa, sino que eran las
personas que iban a clases conmigo, básicamente pendejos de mi misma edad.
Tenía entre seis y siete años cuando fue de la boca de niños y ocho cuando
comencé a escucharlo de puras compañeras. Ser pendeja y enfrentarte a esta situación
de maltrato y de bullying parece siempre ser una situación cliché, pero aunque
siempre sea de la boca para afuera, es verdad que puede producir daños irreparables
o dejar secuelas a largo plazo. En mi caso, fue así. Ser tan chica y pasar por
eso siempre me afectó hasta el punto de sentirme rechazada, sentir que yo valía
menos que mis compañeras más flacas, que era incluso menos atractiva por ser
más gordita y cachetona.
(Plop twist: En
básica, cuando iba por eso de quinto-sexto, estaba de moda Naruto. Todos se
repartieron personajes y mi niña interior quería ser parte de eso también,
porque obviamente me gustaba Naruto igual. Mi otaquito interior sentía la
necesidad de correr como hueoncita y jugar a los ninjas. Sugerí ser Ino,
Hinata, Sakura y hasta mi lado medio conformista dijo que podía ser Neji porque
igual tenía pinta de chiquilla. Mis compañeras me miraron y me condenaron a ser
Chōji por el resto de los tiempos. Oí ese sobrenombre al menos dos años
seguidos y solo deseaba que la moda de Naruto acabara pronto).
Mi mamá tampoco me
ayudaba con eso, porque aunque me repetía constantemente que era gorda, nunca
buscó una solución para ayudar a bajar de peso a mi pequeña yo del pasado.
Crecí y vivi gran parte de mi infancia y adolescencia repitiéndome que no podía
ni siquiera usar cierta ropa porque mis brazos eran muy gordos y mis piernas
parecían patés. Cualquiera diría que la historia podía cambiar al crecer,
muchas veces escuché a amigos de mis papás decir que el estirón solucionaba todo.
En efecto, el estirón llegó, pero no fue la solución.
La siguiente etapa más
dura y complicada fue entre los dieciséis y diesiete. No estaba solo más gorda,
sino que en general me veía y me sentía mucho más mal. Todas mis compañeras en
cuarto lucían espectaculares y también se vestían demasiado bien. A diferencia
mía, siento que me llegué a querer tan poco que usar las poleras de mi papá
para salir a veces era la mejor opción. Eran grandes y sueltas, entonces no
tenía que preocuparme de ningún rollo, aunque me viese realmente mal. Tampoco llegué
a tener muchos recuerdos de mi enseñanza media básicamente por lo mismo:
sacarme fotos era un suplicio y de alguna manera me aislaba de los pasatiempos sociales
para evitar precisamente esa situación. Mi mamá, obviamente, se volvió más
dura. El momento del quiebre fue una vez que decidió acompañarme a comprarme
pantalones (estoy demasiado segura de que muchas chiquillas curvys tienen mi
trauma: el probador de muchos espejos y luces del Falabella y grandes tiendas)
y fue entonces cuando me di cuenta de que había llegado a mi límite cuando no
me subía de las piernas un jeans talla 48. Sí, mis patés y mi poto impedían el acceso
en ese envase de tela angosto color azul. Entonces, profundo dolor, lágrimas,
odio eterno a lo que era yo porque no entendía cómo estaba tan gorda y por qué había
llegado a tener este cuerpo tan desastroso. Me odiaba a mí misma. Y también
odiaba a mi mamá porque cuando le dije que no me entraba el pantalón su cara se
deformó como entre risa y ganas de guitriarme y se puso hasta media azul, era
como una mezcla entre el guasón, la Paty Maldonado y los pitufos. Al final una
hueá bien fea y más encima se puso a gritarme fuera del probador que no era
culpa de ella que fuera tan guatona, que era una vergüenza estar comprándome ropa
en sección jóvenes cuando tenía que comprarme pantalones de awela. Era,
definitivamente, la mamá del año. Era como la Marcela Aranda pero del
guatonismo.
Fue pasando el tiempo
y yo comencé a darme cuenta de que ya no me dolía tanto que me dijeran guatona.
En efecto, se redujo que lo dijeran explícitamente, pero obviamente siempre se
mencionó de una forma más implícita. Ya no me decían que era guatona o gorda,
como en la básica. Se fue lejos la honestidad del pendejo. Ahora la vida me
había premiado con eufemismos. Entonces comencé a escuchar distintos comentarios,
pero este es mi top 3:
1. “Lo bueno de tu cuerpo es que al menos tení todo en tu lugar.”
2. “O sea, igual tení cintura.”3. “Tú no eres tan grandota como ella (Una chiquilla más gorda que yo).”
Igual debo confesar
que la tercera me parece súper malévola, pero así es la gente cuando busca
hacerte sentir bien cuando nota que la cagó un poquito, o sea, la típica que
nunca queda mal con nadie y aparte una también se cuestiona si la han puesto de
ejemplo a sus espaldas. Es por eso, que me acostumbré harto a ese tipo de
personas, sobretodo en la universidad.
Mi primer año no fue
el mejor año y tampoco es como que ahora mi vida haya cambiado mucho, de hecho,
la universidad me consumió harto como para dejarme igual un poco más mal de la
cabeza. La cosa es que en este primer año seguí con mi estilo de siempre. Ropa
más larga, más suelta, alguna que otra blusa o polera que me tapara el poto o
los tutos. Mi mamá seguía tratándome como un porcino, pero yo había ya creado
mi súper contención a prueba de mamás-guatofóbicas entonces si antes era como
sentir que me tiraban camotazos, ahora solo sentía ponte tú, balines. Y yo dije
que si podía contra mi mamá entonces podía con los demás. En efecto, así fue.
Estuve harto rato sin escucharme decir que algo estaba mal conmigo misma y creí
que lo había superado. Casi como si un interruptor hubiese acabado con todos
los problemas de autoestima que tenía. Para ese entonces, no reconocía que la
base de esta baja autoestima había comenzado por mi mamá, pero tampoco había
cómo reflexionarlo si todo estuvo un tiempo muy callado dentro de mi cabeza.
Los cables relacionados al peso, al cuerpo y a la baja autoestima se cortaron un tiempo. Y quizá pensarán: ¿entonces esa fue tu solución? ¿Así acaba tu
entrada? Mi respuesta es: no. Ese mismo primer año, decidí hacerle caso a todo
mis fantasmas del pasado, e incluso al ogro de mi mamá: fui al nutricionista y
empecé a hacer ejercicio creyendo, como dije al comienzo, que eso solucionaría
todos los problemas que alguna vez podía haber tenido con mi cuerpo. Fue una
situación en la que recibí mucho apoyo, irónicamente. Mi papá salía a correr
conmigo y me levantaba temprano a tomar desayuno. Estuvimos alrededor de siete
meses haciéndolo y llegué a bajar unos 12 kilos. Me comencé a sentir con ánimo,
hacía más cosas, pasaba muerta de la risa, tenía un humor más elevado, salió en
realidad todo mi lado hippie, mental peace, pachamama, John Lennon y me faltaba
la pura Yoko Ono al lado. Y digamos que también me faltaba algo más, que aún no
había adquirido a pesar de sentirme mejor: autoestima y amor propio.
Sí, suena súper fuerte
y por un lado agradezco que ese ser chiquitito que era en el pasado no lo
dimensionara tanto así porque el golpe hubiese sido demasiado fuerte. Lo era ya
con el solo hecho de sentir rechazo por mi mamá o por los demás pendejos
culiaos. Sentí que de algún modo omitiendo eso, podía seguir viviendo mi vida, pero
no fue así. Supongo que tanto tiempo sintiéndome rechazada y ofendida tuvo sus
consecuencias. Y aunque suene súper My Chemical Romance o Linkin Park, uno sí
se puede acostumbrar eventualmente al dolor y sentir que efectivamente es lo
que el resto dice que eres. Claramente hoy con veinte aún sigo
experimentando ese malestar y creo que de alguna forma también se expandió a
otros ámbitos de mi vida. Es una inseguridad que abarcó también mi lado
sentimental, por lo cual se me hace igual difícil poder tener una relación
amorosa sin que a veces eso afecte. Muchas personas creen que es algo solo de
mirarse al espejo y verse mal, fea o con kilos demás, pero no es solo eso.
Podemos ir sembrando muchas cosas más dentro de nuestra cabeza por el solo
hecho de sentir que somos de una forma. Al final, todo deriva a más y más
problemas, entonces se vuelve cierto que una pequeña bola de nieve puede ir creciendo,
creciendo y creciendo hasta acabar con todo a su paso. Las inseguridades y baja
autoestima pueden cosecharse por varios motivos, pero creo fielmente que todo
nace en casa. Yo he llegado a creer muchas veces que no importa los talentos
que tenga, no importa cuánto me halaguen por mi buen sentido del humor o por lo
bonita persona que puedo ser a veces, o incluso mi forma de ser: siempre siento
que al final lo más importante para alguien más es mi físico. Es un error, lo
sé, también soy consciente de eso. Lo he racionalizado muchas veces, pero
también como personas racionales, también solemos ser irracionales con nuestras
emociones y podemos explotar si llevamos mucho tiempo guardándonos dolores.
Creo que finalmente el
punto de esta entrada no es que haya superado mi pasado ni que en la actualidad
me sienta genial con mi cuerpo y hayan cambiado todas las ideas sobre mí que
tenía o que mi autoestima haya mejorado. Siento que estoy lejos de eso, pero sí
hay algo que necesito compartir además de mi historia, y es decirles a todos y
todas que hay que comenzar a cambiar un poco la mentalidad no como nosotros
mismos, sino que como somos con el resto también. No quiero que ningún niño o
niña tenga el día de mañana una mamá como la mía. No quiero dejarla mal (aunque
obvio ya lo hice) pero cuando me refiero a una mamá como la mía no estoy
hablando de una madre mala en todos sus ámbitos, hablo de una madre que no
tiene tal vez un filtro al momento de expresar cosas que piensa. Ella fue mamá
primeriza y no voy a justificarla porque sé que varias trancas han sido por
ella, pero lo que sí diré es que nadie nace sabiendo ser madre o padre y se
cometen muchísimos errores. Y son errores que el día de mañana no solo pueden
destruir a una persona, pueden hacerla llegar a extremos en los que yo misma me
he visto. Y no hablo solo del físico, hablo de un montón de inseguridades que
nos crean desde chicos. Quiero que evitemos otra Paula llorando en un probador
y sienta que es su culpa verse y sentirse así. Quiero que evitemos a una María
sintiéndose un fracaso cada vez que hace algo que le gusta y nadie le dice
nada. Quiero que evitemos a una Amanda siendo objeto de burlas porque es
demasiado delgada y no puede subir de peso. Quiero que evitemos a un Alejandro
siendo basureado porque le gusta usar vestidos y pintarse las uñas. Quiero que
evitemos hacer sentir un asco a un Gabriel porque a veces tartamudea. Lo que
sea que podamos evitar para el día de mañana no ocasionar un daño mayor y
promover más en la sociedad estos sentimientos de angustia, ansiedad y rabia.
Ocultamos demasiado el dolor que sentimos por nuestros defectos y al final
terminamos sintiéndonos solos, pudriéndonos, enfriándonos y autolesionándonos
física y psicológicamente.
Si pudiera realizar un
viaje al pasado, onda usando las puertitas de una cueva tipo DARK,
probablemente lo que le diría a esa cabra chica que se paseaba sola por el
patio en el recreo es:
Nada de lo que los demás te digan va a tener un real peso si dejas que te llegue, porque al final, cuando seas más grande, te darás cuenta de que nada de eso tenía real importancia y si lo permites solo creerás que es algo de lo cuál debías siempre sentirte avergonzada, cuando está bien que seai cachetoncita, tengai tus rollitos bonitos y tengai esos patés preciosos. Esta eres tú tal cual y no tienes por qué sentirte menos por eso. Esta sociedad buscará a toda costa destruirte, pero tenís que ser más viva. Si alguien te dice que eres fea por como eres, diles que tu puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo y que hay algo peor que no se puede cambiar: ser como José Antonio Kast. Y que no importa todo lo que puedan decirte porque más encima, cabra chica, es que en el futuro igual son tendencia las curvys y tu mamá también va a ser terrible guatona. Por eso, quiérete mucho.
Obviamente también le
diría que todo tiene su razón de ser y que con los años lo sabrá: ovarios
poliquísticos, intolerancia a la lactosa, resistencia a la insulina, estrés...
pero creo que solo saber lo justo y necesario haría distinto el futuro.