5/1/18

¡Mamá, me llevó el lobby de la baja autoestima!

Nunca me atreví a decir esto porque siempre sentí que al menos el problema del físico era un tema que para los demás era superable. La respuesta ante confesar que tenía kilos demás, que me costaba mirarme al espejo o que sentía que con nada me veía bien, era y sigue siendo siempre la misma: haz ejercicio, come más sano, proponte metas. Un error, pienso hoy, porque no había nada peor que darse cuenta que tal vez el problema eras tú respecto a tu cuerpo y que en realidad estaba sufriendo porque yo misma no me había cuidado o simplemente no había una voluntad detrás que me dijera: vamos a adelgazar. Y pues, tras mucho reflexionar, me di cuenta de que no importa cuánto tiempo podía estar haciendo dieta o yendo al gimnasio. Era verdad que mi vida se alivianaba, me sentía con más energía e incluso dormía súper bien. El problema surgía cuando me daba cuenta de que, aunque el número en la pesa iba descendiendo, yo me seguía sintiendo gorda. Aunque la ropa que antes me quedaba más apretada, ahora me quedase suelta, esa especie de trauma que tenía con mi cuerpo simplemente no desaparecía y noté que el problema era mucho más complicado de lo que yo pensaba, y obviamente el resto pensaba. Escuchar que estaba más delgada no me provocaba nada más que dudar de mí misma y cuestionarme si realmente eso era lo que necesitaba.

Entonces, decidí atreverme a escribir esto porque es momento de decir: chiquillas, yo también sufro problemas de inseguridad, pero con mi cuerpo.

Hoy a mis veinte, me di cuenta de que había una razón para no quererme aun viéndome más delgada que antes. Reconocerlo igual me aterró primero porque uno no espera que así sea. De hecho, sorprende darte cuenta de que la persona que más debiese apoyarte en realidad no fue más que el motivo de tus trancas a nivel físico y psicológico: mi mamá. Cuando chica siempre me dijo y repitió constantemente que estaba gorda. Lo más triste de esto era que cuando comencé a repetirme que mi cuerpo era feo porque era más grande que el de mis compañeras o demás niñas era en verdad demasiado pendeja y pensarlo me resulta igual súper doloroso. Principalmente porque no era solo mi mamá quien me lo decía en mi casa, sino que eran las personas que iban a clases conmigo, básicamente pendejos de mi misma edad. Tenía entre seis y siete años cuando fue de la boca de niños y ocho cuando comencé a escucharlo de puras compañeras. Ser pendeja y enfrentarte a esta situación de maltrato y de bullying parece siempre ser una situación cliché, pero aunque siempre sea de la boca para afuera, es verdad que puede producir daños irreparables o dejar secuelas a largo plazo. En mi caso, fue así. Ser tan chica y pasar por eso siempre me afectó hasta el punto de sentirme rechazada, sentir que yo valía menos que mis compañeras más flacas, que era incluso menos atractiva por ser más gordita y cachetona.

(Plop twist: En básica, cuando iba por eso de quinto-sexto, estaba de moda Naruto. Todos se repartieron personajes y mi niña interior quería ser parte de eso también, porque obviamente me gustaba Naruto igual. Mi otaquito interior sentía la necesidad de correr como hueoncita y jugar a los ninjas. Sugerí ser Ino, Hinata, Sakura y hasta mi lado medio conformista dijo que podía ser Neji porque igual tenía pinta de chiquilla. Mis compañeras me miraron y me condenaron a ser Chōji por el resto de los tiempos. Oí ese sobrenombre al menos dos años seguidos y solo deseaba que la moda de Naruto acabara pronto).

Mi mamá tampoco me ayudaba con eso, porque aunque me repetía constantemente que era gorda, nunca buscó una solución para ayudar a bajar de peso a mi pequeña yo del pasado. Crecí y vivi gran parte de mi infancia y adolescencia repitiéndome que no podía ni siquiera usar cierta ropa porque mis brazos eran muy gordos y mis piernas parecían patés. Cualquiera diría que la historia podía cambiar al crecer, muchas veces escuché a amigos de mis papás decir que el estirón solucionaba todo. En efecto, el estirón llegó, pero no fue la solución.

La siguiente etapa más dura y complicada fue entre los dieciséis y diesiete. No estaba solo más gorda, sino que en general me veía y me sentía mucho más mal. Todas mis compañeras en cuarto lucían espectaculares y también se vestían demasiado bien. A diferencia mía, siento que me llegué a querer tan poco que usar las poleras de mi papá para salir a veces era la mejor opción. Eran grandes y sueltas, entonces no tenía que preocuparme de ningún rollo, aunque me viese realmente mal. Tampoco llegué a tener muchos recuerdos de mi enseñanza media básicamente por lo mismo: sacarme fotos era un suplicio y de alguna manera me aislaba de los pasatiempos sociales para evitar precisamente esa situación. Mi mamá, obviamente, se volvió más dura. El momento del quiebre fue una vez que decidió acompañarme a comprarme pantalones (estoy demasiado segura de que muchas chiquillas curvys tienen mi trauma: el probador de muchos espejos y luces del Falabella y grandes tiendas) y fue entonces cuando me di cuenta de que había llegado a mi límite cuando no me subía de las piernas un jeans talla 48. Sí, mis patés y mi poto impedían el acceso en ese envase de tela angosto color azul. Entonces, profundo dolor, lágrimas, odio eterno a lo que era yo porque no entendía cómo estaba tan gorda y por qué había llegado a tener este cuerpo tan desastroso. Me odiaba a mí misma. Y también odiaba a mi mamá porque cuando le dije que no me entraba el pantalón su cara se deformó como entre risa y ganas de guitriarme y se puso hasta media azul, era como una mezcla entre el guasón, la Paty Maldonado y los pitufos. Al final una hueá bien fea y más encima se puso a gritarme fuera del probador que no era culpa de ella que fuera tan guatona, que era una vergüenza estar comprándome ropa en sección jóvenes cuando tenía que comprarme pantalones de awela. Era, definitivamente, la mamá del año. Era como la Marcela Aranda pero del guatonismo.

Fue pasando el tiempo y yo comencé a darme cuenta de que ya no me dolía tanto que me dijeran guatona. En efecto, se redujo que lo dijeran explícitamente, pero obviamente siempre se mencionó de una forma más implícita. Ya no me decían que era guatona o gorda, como en la básica. Se fue lejos la honestidad del pendejo. Ahora la vida me había premiado con eufemismos. Entonces comencé a escuchar distintos comentarios, pero este es mi top 3:

1.  Lo bueno de tu cuerpo es que al menos tení todo en tu lugar.

2. “O sea, igual tení cintura.”
3. Tú no eres tan grandota como ella (Una chiquilla más gorda que yo).

Igual debo confesar que la tercera me parece súper malévola, pero así es la gente cuando busca hacerte sentir bien cuando nota que la cagó un poquito, o sea, la típica que nunca queda mal con nadie y aparte una también se cuestiona si la han puesto de ejemplo a sus espaldas. Es por eso, que me acostumbré harto a ese tipo de personas, sobretodo en la universidad.

Mi primer año no fue el mejor año y tampoco es como que ahora mi vida haya cambiado mucho, de hecho, la universidad me consumió harto como para dejarme igual un poco más mal de la cabeza. La cosa es que en este primer año seguí con mi estilo de siempre. Ropa más larga, más suelta, alguna que otra blusa o polera que me tapara el poto o los tutos. Mi mamá seguía tratándome como un porcino, pero yo había ya creado mi súper contención a prueba de mamás-guatofóbicas entonces si antes era como sentir que me tiraban camotazos, ahora solo sentía ponte tú, balines. Y yo dije que si podía contra mi mamá entonces podía con los demás. En efecto, así fue. Estuve harto rato sin escucharme decir que algo estaba mal conmigo misma y creí que lo había superado. Casi como si un interruptor hubiese acabado con todos los problemas de autoestima que tenía. Para ese entonces, no reconocía que la base de esta baja autoestima había comenzado por mi mamá, pero tampoco había cómo reflexionarlo si todo estuvo un tiempo muy callado dentro de mi cabeza. Los cables relacionados al peso, al cuerpo y a la baja autoestima se cortaron un tiempo. Y quizá pensarán: ¿entonces esa fue tu solución? ¿Así acaba tu entrada? Mi respuesta es: no. Ese mismo primer año, decidí hacerle caso a todo mis fantasmas del pasado, e incluso al ogro de mi mamá: fui al nutricionista y empecé a hacer ejercicio creyendo, como dije al comienzo, que eso solucionaría todos los problemas que alguna vez podía haber tenido con mi cuerpo. Fue una situación en la que recibí mucho apoyo, irónicamente. Mi papá salía a correr conmigo y me levantaba temprano a tomar desayuno. Estuvimos alrededor de siete meses haciéndolo y llegué a bajar unos 12 kilos. Me comencé a sentir con ánimo, hacía más cosas, pasaba muerta de la risa, tenía un humor más elevado, salió en realidad todo mi lado hippie, mental peace, pachamama, John Lennon y me faltaba la pura Yoko Ono al lado. Y digamos que también me faltaba algo más, que aún no había adquirido a pesar de sentirme mejor: autoestima y amor propio.

Sí, suena súper fuerte y por un lado agradezco que ese ser chiquitito que era en el pasado no lo dimensionara tanto así porque el golpe hubiese sido demasiado fuerte. Lo era ya con el solo hecho de sentir rechazo por mi mamá o por los demás pendejos culiaos. Sentí que de algún modo omitiendo eso, podía seguir viviendo mi vida, pero no fue así. Supongo que tanto tiempo sintiéndome rechazada y ofendida tuvo sus consecuencias. Y aunque suene súper My Chemical Romance o Linkin Park, uno sí se puede acostumbrar eventualmente al dolor y sentir que efectivamente es lo que el resto dice que eres. Claramente hoy con veinte aún sigo experimentando ese malestar y creo que de alguna forma también se expandió a otros ámbitos de mi vida. Es una inseguridad que abarcó también mi lado sentimental, por lo cual se me hace igual difícil poder tener una relación amorosa sin que a veces eso afecte. Muchas personas creen que es algo solo de mirarse al espejo y verse mal, fea o con kilos demás, pero no es solo eso. Podemos ir sembrando muchas cosas más dentro de nuestra cabeza por el solo hecho de sentir que somos de una forma. Al final, todo deriva a más y más problemas, entonces se vuelve cierto que una pequeña bola de nieve puede ir creciendo, creciendo y creciendo hasta acabar con todo a su paso. Las inseguridades y baja autoestima pueden cosecharse por varios motivos, pero creo fielmente que todo nace en casa. Yo he llegado a creer muchas veces que no importa los talentos que tenga, no importa cuánto me halaguen por mi buen sentido del humor o por lo bonita persona que puedo ser a veces, o incluso mi forma de ser: siempre siento que al final lo más importante para alguien más es mi físico. Es un error, lo sé, también soy consciente de eso. Lo he racionalizado muchas veces, pero también como personas racionales, también solemos ser irracionales con nuestras emociones y podemos explotar si llevamos mucho tiempo guardándonos dolores.

Creo que finalmente el punto de esta entrada no es que haya superado mi pasado ni que en la actualidad me sienta genial con mi cuerpo y hayan cambiado todas las ideas sobre mí que tenía o que mi autoestima haya mejorado. Siento que estoy lejos de eso, pero sí hay algo que necesito compartir además de mi historia, y es decirles a todos y todas que hay que comenzar a cambiar un poco la mentalidad no como nosotros mismos, sino que como somos con el resto también. No quiero que ningún niño o niña tenga el día de mañana una mamá como la mía. No quiero dejarla mal (aunque obvio ya lo hice) pero cuando me refiero a una mamá como la mía no estoy hablando de una madre mala en todos sus ámbitos, hablo de una madre que no tiene tal vez un filtro al momento de expresar cosas que piensa. Ella fue mamá primeriza y no voy a justificarla porque sé que varias trancas han sido por ella, pero lo que sí diré es que nadie nace sabiendo ser madre o padre y se cometen muchísimos errores. Y son errores que el día de mañana no solo pueden destruir a una persona, pueden hacerla llegar a extremos en los que yo misma me he visto. Y no hablo solo del físico, hablo de un montón de inseguridades que nos crean desde chicos. Quiero que evitemos otra Paula llorando en un probador y sienta que es su culpa verse y sentirse así. Quiero que evitemos a una María sintiéndose un fracaso cada vez que hace algo que le gusta y nadie le dice nada. Quiero que evitemos a una Amanda siendo objeto de burlas porque es demasiado delgada y no puede subir de peso. Quiero que evitemos a un Alejandro siendo basureado porque le gusta usar vestidos y pintarse las uñas. Quiero que evitemos hacer sentir un asco a un Gabriel porque a veces tartamudea. Lo que sea que podamos evitar para el día de mañana no ocasionar un daño mayor y promover más en la sociedad estos sentimientos de angustia, ansiedad y rabia. Ocultamos demasiado el dolor que sentimos por nuestros defectos y al final terminamos sintiéndonos solos, pudriéndonos, enfriándonos y autolesionándonos física y psicológicamente.

Si pudiera realizar un viaje al pasado, onda usando las puertitas de una cueva tipo DARK, probablemente lo que le diría a esa cabra chica que se paseaba sola por el patio en el recreo es: 
Nada de lo que los demás te digan va a tener un real peso si dejas que te llegue, porque al final, cuando seas más grande, te darás cuenta de que nada de eso tenía real importancia y si lo permites solo creerás que es algo de lo cuál debías siempre sentirte avergonzada, cuando está bien que seai cachetoncita, tengai tus rollitos bonitos y tengai esos patés preciosos. Esta eres tú tal cual y no tienes por qué sentirte menos por eso. Esta sociedad buscará a toda costa destruirte, pero tenís que ser más viva. Si alguien te dice que eres fea por como eres, diles que tu puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo y que hay algo peor que no se puede cambiar: ser como José Antonio Kast. Y que no importa todo lo que puedan decirte porque más encima, cabra chica, es que en el futuro igual son tendencia las curvys y tu mamá también va a ser terrible guatona. Por eso, quiérete mucho.


Obviamente también le diría que todo tiene su razón de ser y que con los años lo sabrá: ovarios poliquísticos, intolerancia a la lactosa, resistencia a la insulina, estrés... pero creo que solo saber lo justo y necesario haría distinto el futuro.